Creo que nadie está preparado para ser padre; desde nuestra experiencia como hijos, podemos tener una idea más o menos preconcebida de qué clase de padres queremos ser, podemos tener más ganas o menos pero llegado el momento, simplemente se da y doy fe de que lo imaginado no tiene nada que ver con lo real, más bien se queda cortito, cortito.
Es un camino, a veces buscado, deseado; otras, encontrado de improviso, en el que nos ponemos a caminar, generalmente acompañados, otras en solitario, con paso que nunca dejará de tener un matiz vacilante, eso sí, sin vuelta atrás.
Los primeros tiempos pasan demasiado rápido, nos ocupamos de alimentarlos, de cuidarlos, de mantenerlos sanos, de achucharlos y comérnoslos a besos. Después llega el tiempo de enseñarles a andar, a hablar, a comer, a jugar. Si somos creyentes, les transmitimos nuestra fe, ésa que nos da fuerza cuando no podemos más y que nos hace ser agradecidos. Más tarde llegarán las tareas escolares, el aprender a compartir y llegará el momento de poner límites. Ahora no está de moda poner límites, dicen que afectan a la autoestima de nuestros hijos pero ¿cómo le enseño yo a mis hijos el sentido de la responsabilidad, el de la recompensa al esfuerzo, que nada en esta vida es gratuito salvo el amor y que aun así, hay que cuidarlo?
Y es el momento de establecer acuerdos, a veces drásticos; otras, más flexibles, generalmente con la sensación de navegar contracorriente y de ser un bicho raro social. Mis hijos son ahora adolescentes y, como madre, creo y espero, que sea la “peor época”; lidiar cada día con un par de hormonas de setenta kilos y dos patas no es tarea fácil. Hay que echar mano de nuestros recuerdos de adolescencia para no perder cierta visión cómica del tema. Los acuerdos se convierten a veces en pulsos vitales, de ver quién puede más y a veces se gana y otras, una se deja ganar. El resto de la sociedad no te lo pone fácil, la cultura del aquí y ahora y del porque yo me lo merezco, es un hándicap duro de combatir.
Hay otros límites necesarios de colocar y son los propios; no encuentro nada más patético que un padre o madre diga que son los mejores amigos de sus hijos. Perdón pero ¡eso no existe! Yo no quiero ser la amiga de mis hijos, quiero ser su madre y que ellos se sientan orgullosos de este hecho, como yo me siento orgullosa de ellos. También sé que mis hijos no son una proyección de mi misma, que son individuos independientes pero que sus lágrimas son mis lágrimas, sus alegrías las mías y sus logros, mis triunfos.
Para terminar, como mi madre suele decir “¿qué dedo de la mano te cortarías que no te doliera?”. Imposible de contestar, así es el amor de un padre, creo que no hace falta más que añadir.
(Esto no es más que un pensamiento que quise compartir, sé que habrá quién no esté de acuerdo, pero sé que también habrá alguien por ahí que se sentirá identificado y que pensará que, al menos, bichos raros, ya somos dos)
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