Mi memoria
guarda recuerdos de fachadas blancas y portales abiertos de par en par, de
naranjos cuajados de frutos aún verdes que arrancábamos para jugar a guerritas
o a fútbol.
Mi memoria
guarda el olor del azahar, el calorcito del sol de la tardes de una incipiente
primavera donde las madres conversaban sentadas en el poyete del jardín
mientras las niñas paseábamos nuestras muñecas en sus capazos.
Mi memoria
guarda el color de las margaritas, geranios y san pedros que poblaban cada
jardincillo y que, con inconsciencia infantil, deshojábamos en el sempiterno “me
quiere, no me quiere”, inventábamos las primeras uñas postizas o decorábamos
nuestras frentes cual snorkel.
Mi memoria
guarda el miedo de la carrera desbandada tras un balonazo en las rejas de la
ventana del ciego o tras el grito delator de “¡Guaaaardia, los niños en las flores!”.
Aún
resuenan en mis oídos los pasos infantiles apresurados de las mañanas de Reyes,
el timbre de las bicis nuevas o el sonido de aquellos primeros coches dirigidos
por cable. También perduran voces
conocidas: “¡Fulanito, para arriba que ya
está la comida lista!, ¡Mami, échame una peseta!”.
Un estilo
de vida a 33 rpm, donde se jugaba al elástico, la comba o el guiso, y las más
osadas al látigo, al poliladro o al trompo; tiempo de Nancys y Nenucos, de Exin
Castillos y Fort Comanches.
Noches de
verano con vecinas al fresco de la noche, en distendida conversación, noches de
júas con olor a hoguera, dama de noche y jazmín.
Noches de
serenata, donde las más privilegiadas se veían agasajadas por el son de la tuna.
Novias que
salían de portales engalanados con claveles y llamanovios, rodeadas de vecinas
curiosas con ropa de estar por casa exclamando: “¡Qué bonita vas, hija!”.
De todo
aquello ya no queda apenas nada, salvo el eco. Totalmente consciente de que el
tiempo pasa inexorable no puedo evitar sentir un dolor sordo en mi alma, dolor
ante la pérdida de aquella sensación de seguridad, de aquellos años donde la
única preocupación era el colegio y jugar.
Por eso,
cuando paso por algún lugar vetusto, me pregunto cómo fue la historia de las
gentes que lo habitaron, cuántas alegrías y penas se vivieron en él y marcaron
el futuro de sus vecinos.
Tengo la
convicción de que ése es el valor inmaterial de las cosas, el que forja
sentimientos en las personas que las habitan o las poseen. De mi niñez tengo
muchos, muchos recuerdos, la mayor parte gratos, que forjaron la persona adulta
que soy hoy, para lo bueno y para lo malo y por eso, de vez de cuando, me dan
estos brotes de infinita nostalgia que, ineludiblemente, necesito expresar en
palabras.
Fuente de imagen: Google
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