Mi belén no
es el más bonito del mundo pero os aseguro que es el que tiene más sentimiento
y más recuerdos. Su valor es ilimitado,
no económicamente, las figurillas son de plástico, la pintura se les está
cayendo a cachitos y harían millonario a un oculista privado si acudieran a su consulta,
pues todas padecen de una fase aguda de estrabismo.
Ya conté
una vez que las figuras de misterio tienen los mismos años que yo, o casi, que
adornaban la base del árbol que mi madre cada año adornaba por estas fechas, de
aquellos de alambre forrado de espumillón que con el paso de los años tuve que
descartar porque me provoca una alergia extrema en las manos. También conté que
la mula se perdió y fue reemplazada por un engendro de plastilina hasta que di
con una más aparente, al menos, en tamaño.
El resto de
las figuras casi doblan la mayoría de edad, compradas en sucesivas idas y venidas
a la papelería San Bartolomé, junto al colegio de los Salesianos. Ya no existe siquiera el edificio donde se
ubicaba. Los años hacen mella incluso en la fisonomía de nuestras ciudades. La
mecenas honorífica de todo esto, mi abuela Frasquita, a la que “sableábamos”
con un “¡porfa, abuela, es la última vez!”.
Durante
años, cada Navidad, el belén presidía el comedor de casa de mis padres desde el
aparador y nosotros pasábamos las horas embobados mirando las figuritas como
esperando que en algún momento cobraran vida.
Cuando me
casé, el belén formó parte del ajuar, para alivio de mi madre y yo, más feliz
que una perdiz no he dejado de ponerlo en todos los años que llevo casada. Los primeros años, la caja vacía del
televisor nos sirvió de base para ponerlo.
Sólo un año tuvo una representación mínima y fue el año que nació mi
hijo mayor; sólo el Misterio presidió la entrada de la casa, ya que yo, con una
buena panza no tuve muchas ganas de meterme en faena, de hecho, el niño (el
mío) nació el 20 de diciembre, amén de una semana que estuve ingresada antes de
verle la carita.
Tras aquel
año, nos agenciamos unas borriquetas y un tablero y aquí, cada año, se monta la
de Dios. Literalmente, porque hasta no
ver el resultado final aquello se convierte en un trasiego constante de trozos
de corcho, personajes, pastores, serrín y luces. Bueno, de éstas ya no queda ni una, al
principio, el belén parecía un pueblo en plena feria, después pasó sólo a las
bombillas con efecto “llama” para la anunciación, la castañera y el portal, y
este año, ni eso. Ha habido años con
huerto, cisnes en el río de espejo, horizontes de dunas o de cielo estrellado, pollos
sin mamá gallina, por aquello de las escalas,…
Total, que
conforme pasan los años, a pesar de la pereza que me entra, porque hay que “viajar”
al trastero a por los bártulos, el desorden que se forma, las discusiones sobre
donde ponemos la posada o si compramos un Misterio nuevo, acabamos armando el
belén y una vez puesto vuelvo a mirar al Niño, tan chiquitito como un muñequito
de aquellos que venían dentro del tarro de la colonia Nenuco, ¿os acordáis? y
me inspira una inmensa ternura.
Porque no
hay nada que de más ternura que un recién nacido. Hace unos días escuché a alguien decir que
aquella noche de hace dos mil años, en ese Niño que nació para salvarnos, Dios
representó toda su ternura. La ternura de Dios... Y ese pensamiento me hace ver
que no hay pereza, desgana o desmotivación que valga. Cada año renovamos nuestra esperanza, nuestra
alegría, nuestra ilusión, igual que cuando éramos niños, señal inequívoca de
que la ternura de Dios está en nuestro interior.
Hagamos que
esa ternura salga afuera, compartámosla con los demás, que la ilusión de esta
noche brille en nuestros corazones, en nuestros ojos, en nuestro espíritu no
sólo esta noche, sino en nuestras vidas.
¡Feliz Navidad!
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