No hay nada
que resulte más relajante y excitante al mismo tiempo que ver la Navidad con
los ojos de un niño. Todo es luz,
alegría e ilusión. Aún recuerdo cuando
mi madre colocaba las figuritas del misterio debajo del árbol, figuritas que
aún conservo y culminan mi belén al más puro estilo “¿dónde está Wally/el Niño?”. Luego te haces mayor y algunas incógnitas se
desvelan, aunque no dejan de seguir siendo mágicas. Unas ilusiones dejan paso a otras y seguimos
cumpliendo navidades.
Pasan los
años, y las navidades. Cada una distinta
e igual a la anterior. Y empieza a
aparecer el pánico “escénico”. Gran parte de la culpa la tienen los medios y el
entorno general. Nos venden la NAVIDAD “IDEAL”, con gente guapa,
familias perfectas y casas de película.
Y resulta que ni todos somos tan guapos, ni nuestra familia es perfecta
y toda nuestra casa cabe dentro del salón del anuncio.
Por lo
general, somos gente normal y no hay familia que se libre de su particular
oveja negra. Para más inri y desgracia,
algunos ya se fueron y otros, aún estando, es como si no estuvieran. Por más que queramos, tendremos que
desmantelar medio salón y pedir sillas prestadas para caber todos, amén de una
mesa vestida estilo collage, con vajillas, cuberterías y cristalerías de
modelos varios. Realmente, eso no me produce preocupación alguna, lo que hay es
lo que hay, y para qué vamos a andar con florituras.
Y así, cada
año intento huir de tanta luz de colorines y tintineo de cascabeles, de papa
noeles falsos o reyes magos teñidos de marrón, de esa incitación al consumo
desmedido, de esa concordia obligada pero falsa, para encontrar el verdadero
sentido de la navidad, de la natividad, de la esperanza en mi misma y en los
demás, de la sencillez, del compartir, del perdonar; y mi deseo es que esa
búsqueda me dure hasta la navidad siguiente y que dé sus frutos.
Y así,
cuando pasen muchos años y mire hacia atrás, sienta que recuperé el tiempo que
perdí tantas navidades y vea la luz, la alegría y la ilusión en los ojos de
aquellos a los que más amo.
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