Se
aproximan fechas muy familiares, ya las calles empiezan a adornarse, los
supermercados a llenarse de productos típicos de la época y las televisiones a
bombardearnos con publicidad. Cada uno,
en la medida de sus posibilidades, prepara un año más todo el ritual que gira
en torno a fecha tan señalada e intenta, más o menos, no dejarse llevar por la
vorágine obligada.
Viéndolo con
cierta perspectiva, caigo en la cuenta de la importancia que tiene para la gran
mayoría celebrar en familia estos festejos, a pesar de todo: del cuñado
metepatas, de la suegra sangrona o de la prima repipi. Familias las hay de todo tipo: grandes y
numerosas, pequeñitas, de un solo hijo, de una prole abundante, de montones de
primos,… y en todas ellas suele haber una oveja negra, o dos. Es la esencia de la familia, pues aunque
compartimos el mismo adn, cada uno es un ser autónomo e independiente, y en la
mayor parte de los casos, nos sobrellevamos lo mejor que podemos porque nos
gusta sentirnos familia.
Podremos
querernos apasionadamente o llevarnos a matar, criticarnos los unos a los otros
o ensalzarnos, pero cuando alguien de fuera osa comentar algo negativo sobre
nuestra parentela sacamos la uñas como gato porque, como dice el refrán, los
trapos sucios se lavan dentro de casa y nadie de la calle va a venir a decirnos
qué tenemos que hacer.
Yo, aparte
de mis familias biológica y política pertenezco a otra gran familia, que se
llama Iglesia, a la que ahora está de moda atacar y mofarse de ella, y para más
inri, sin conocimiento de causa.
¿A qué
viene tanta saña e inquina? Miles de veces me lo pregunto. No hay periodista
famosete que no se gane su minuto de
gloria a costa de nuestra fe. Parece deporte nacional, que si el Papa ha dicho,
que si el Arzobispo ha hecho,…bla, bla, bla, palabrería barata que sólo sirve
para entretener a la gente mientras por detrás se comenten verdaderas
barbaridades.
Caigo en la
cuenta de que tanto idiota (con perdón, que el que se pica, ajos come) es como
el abusón de la clase, que se ceba en el más débil porque los demás le pueden “canear”.
Y no digo que la Iglesia sea débil, al contrario; su fuerza radica en Algo que
muchos no quieren ver.
Cuando nos
atacan, nos duele, claro que sí, pero nosotros no ponemos coches bomba ni nos
autoinmolamos; nosotros ponemos la otra mejilla y pagamos un desaire con una
mano extendida; nosotros no vivimos instaurando el miedo sino el perdón.
Ese es el
auténtico poder de la Palabra, que un día se hizo Carne y dio su vida por todos, los que creemos en Él y los que no, y que HABITA entre nosotros.
Y, para
terminar, que quede muy clarito que creyentes o no, en estas fechas lo que se
celebra en cualquier lugar sobre la faz de la Tierra es su nacimiento, por
mucho que lo queremos disfrazar con luces, turrones y soniquetes.
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