jueves, 7 de junio de 2012

Espejito, espejito

Hace unos días fui con mis hijos a comprarles ropa, porque literalmente “se habían quedado en cueros”. Es increíble lo que puede llegar a crecer un adolescente en unos pocos meses. Yo los observaba caminar delante de mí y no podía dejar de asombrarme de lo rápido que pasa el tiempo; hace nada iban de mi mano y ahora tengo que levantar la cara para darles un beso.

El caso es que llegado el día D y la hora H, nos armamos de valor (mi marido y yo) y salimos en busca de la prenda perdida, porque realmente es una odisea salir a comprar ropa con un par de adolescentes.

Fuimos a un centro comercial de la ciudad, a una tienda que abrieron hace unos meses y que, como dice la gente joven, lo está petando. El por qué nadie lo sabe, ¿o sí? Ropa resultona, variada… y muy barata. Siempre está abarrotada de gente. Con estos tiempos tan malísimos que nos ha tocado vivir, ajustar el bolsillo es una auténtica proeza y donde antes gastábamos diez ahora gastamos tres y a Dios gracias, más o menos, porque con aquello de la excusa que las camisetas están a tres euros (que lo he visto yo con mis ojitos), si teníamos un presupuesto para una camiseta de nueve euros, no nos compramos una, que es lo que íbamos buscando, sino tres de tres.

Por más que le doy vueltas, no le encuentro explicación a su planteamiento de marketing; sólo al entrar da la sensación de que la tienda no tiene almacén, tiene todas las existencias expuestas en los percheros y estantes, es algo así como el Rastro de los jueves en el Polideportivo (los que sean de Málaga, concretamente de Ciudad Jardín, sabrán a lo que me refiero) pero dentro de un local comercial. Así que la tienda no sólo está abarrotada de gente, sino de ropa. La cosa empieza a enredarse cuando, entre tanta prenda y tanta mano metiendo y sacando, aquello comienza a desmadrarse por momentos; encontrar una talla en concreto es todo un desafío. Un detalle curiosísimo: en la puerta hay unas cestas para que el cliente vaya metiendo todo aquello que se le va antojando, cosa que reconozco que es todo un acierto mercantil ya que ¿quién se resiste a probarse algo por si acaso? Y luego, a la hora de elegir, ¿qué dejas si todo está taaaan barato? En fin, que poco a poco se te va poniendo cara de pez mirando al anzuelo con un suculento cebo.

Llega el mejor momento: la hora de probarse lo que has elegido. Comienza el show. Para empezar, los probadores están en la planta de arriba, así que si estás escogiendo ropa masculina (que fue nuestro caso), tienes que subir y ponerte en cola, sí, porque hay unas colas impresionantes, que van zigzagueando para que no parezcan tan largas. Al final, las chicas encargadas de probadores, que no te dejan pasar todos los artículos, sólo los que te vas a probar, el resto, te lo dejan apartados en unos percheros que tienen al ladito. Cuando por fin llegas a la meta tan ansiada, es decir, que vas a entrar a probarte, te quedas perplejo porque no sabes si vas a entrar a unos probadores o al hall de un multicines, con un pasillo ancho y oscuro al que sólo le falta la moqueta para amortiguar tus pasos y los carteles de las películas. Esta vez tuve suerte, pude entrar con mi hijo más pequeño, para ver qué tal le quedaba la ropa, pero mi hijo mayor entró solo, y yo cavilo: “¿y si luego en casa, ese pantalón que el niño dijo que le estaba bien no lo está tanto, ¿qué hago?, ¿vuelvo a descambiarlo o me lo como con patatas?” Otra técnica de ventas la mar de inteligente. Para terminar, cuando ya has decidido que te vas a llevar y que no, sales y la chica de la entrada te pide lo que no te quedas (que realmente, a mí no me importa volverlo a poner en su perchero) y lo va apilando en unos montones de ropa que, seguramente más tarde, otra compañera se dedicará a recolocar. Esto para mi gusto, da muy mala imagen; ver esas montañas de ropa echadas así de aquella manera como que no da sensación de pulcritud.

Si estás conforme con lo que llevas, hemos acabado, pero como necesites una talla más o menos de lo que escogiste, estamos perdidos, es como el Día de la Marmota, vuelta a empezar: baja, busca, coge y sube de nuevo a ponerte en cola. Y eso fue lo que nos pasó.

Sí, hubo que volver a subir, pero esta vez yo pasé de entrar de nuevo, y mientras esperaba que les tocara el turno a mis hijos me puse a observar, primero los bolsos que, sinceramente, me pirran, y después, a la gente.

¿Quién no se ha fotografiado alguna vez en esos decorados de madera en el que sólo se asoma la cara y se nos ve vestidos con trajes típicos o con cuerpo de animal? Esa fue la sensación. Todo el mundo igual, mujeres y hombres, chicos y chicas, distintas caras y el mismo modelito. Y se me vino a la cabeza el término “globalización”, que sinceramente no sé muy bien qué significa, pero que suena mucho en estos tiempos. A mí se me antoja que el término sirve, entre otras cosas, para expresar que nos tienen a todos metidos en el mismo saco, y subliminalmente nos van inculcando qué tenemos que pensar, qué tenemos que comer, qué tenemos que vestir y mil cosas más, de forma que somos como los autómatas que dan la bienvenida a Shrek cuando llega al reino de Duloc, que al final, acaban rompiéndose de tanto forzar la máquina.

Espero que éste no sea, al menos, mi caso y el de mi gente. Que tengamos la suficiente personalidad para decidir por nosotros mismos y que cuando no queramos una cosa sepamos decir no y mantenernos firmes en la decisión, aunque nademos contra corriente.

Volviendo al tema de la ropa, hay que ver qué mal vestimos. Hay gente que no se sabe por dónde cogerla, con un “estilazo”, por ser cortés, diferente. Aunque esto bien se merece otro post, así que sólo me queda entonar el “mea culpa”, porque sí, yo también peco, no muy a menudo, pero peco. Yo también estuve allí y no sólo una vez. Para poder reírse de los demás hay que empezar a reírse de uno mismo. Y yo “me parto conmigo misma”