martes, 31 de agosto de 2010

El burro del Parque




“Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.”

Este lindo asno vio por primera vez la luz en 1914, de la mano del escritor Juan Ramón Jiménez. ¿Quién no ha oído hablar de él o no ha leído esa bonita elegía?

En Málaga también tenemos un Platero muy especial, nacido de la mano del escultor Jaime Fernández Pimentel, en el año 1968, así que ya podríamos decir que el burrito no es tan burrito, y que curiosamente yo pensaba que era mayor que yo, pero no, le gano por una chispa.

Nuestro malagueño pollino también es pequeño, cada día más (¡lo que cambia la perspectiva de nuestros ojos con el paso de los años!), no es peludo pero si suave, además con lustre, el que le han dado todos los niños que se han montado en él; no es blando, porque es de bronce y su crin y su lomo relucen por el roce de las manos y culetes infantiles. Como dice bkbono.com en su blog: “Los niños que no se suben al burro de pequeños, salen raros. Algunos que se suben también. Afortunadamente”

¿Qué niño no tiene una foto en lo alto del burro del Parque? Malagueños, creo que todos, y foráneos, un montón. Es algo así como nuestra seña de identidad: si no tienes una foto en lo alto del burro, no eres malagueño del todo.

Así que el que no la tenga todavía, que no se lo piense ni un segundo, que coja cámara en mano y salga corriendo. No es difícil encontrarle, se encuentra en el Paseo del Parque, concretamente en la zona infantil. Tras varias remodelaciones, su ubicación no es la primitiva, pero eso sí, viendo los columpios se da con él, puede servir de pista la probable cola de niños esperando su turno para subirse a su lustroso lomito.

Yo, por si acaso, hice como mi madre y me curé en salud: mis hijos tienen foto, si salen raros, no podrán echarme la culpa.

miércoles, 25 de agosto de 2010

La vara más derecha

Erase una vez un padre y un hijo. Tenían un terreno de olivos, y llegado el tiempo de varear las aceitunas, el padre le dijo al hijo: “Ve al monte a buscar una rama larga y bien derecha para varear, pero elígela bien; sólo te pongo una condición: tienes que escogerla en el camino de ida, no en el de vuelta.”

El hijo emprendió el camino y llegó al monte. Y empezó a subirlo, fijándose en las ramas de los árboles que encontraba a su paso, pero ninguna le parecía lo suficientemente derecha. Y subió y subió, y no daba con la rama que buscaba, y sin darse cuenta, llegó a la cima. “¿Y ahora que hago?” – pensó – “Mi padre me dijo que escogiera la rama en la ida y ninguna me ha parecido lo bastante buena.” Y mirando alrededor, vio en un árbol una rama bien larga, pero bastante torcida y, sacando su hacha la taló y emprendió la vuelta a casa.

A veces, en la vida, nos pasa como al joven del cuento, que nuestras expectativas son tan altas que nada nos parece lo suficientemente bueno y acabamos eligiendo la peor opción. Y nos ocurre en todos los campos: en el material, en el laboral, y particularmente, en el personal. Cuando elegimos a nuestros amigos o a nuestra pareja, debemos tener en cuenta sus virtudes, pero también sus defectos. Pero sobre todo, debemos tener en cuenta nuestras propias virtudes, y aún más, nuestros propios defectos.

miércoles, 18 de agosto de 2010

El alma de las casas

¿Cuál es el valor de las cosas? ¿El puramente económico? ¿O va más allá? ¿Todo se debe medir por su importe monetario o por el esfuerzo que nos ha costado conseguirlo?

Hace unos días, fue éste el tema de conversación entre amigos, y definiéndose cada uno en una postura, yo aposté por lo último. Todo vino a colación porque en breve hará ya siete años que cambiamos de domicilio. Y lo hicimos de forma voluntaria, consciente e incluso buscada: nuevas necesidades requerían nuevas ubicaciones. Y el cambio, sin duda, fue a mejor ya que nuestra casa no es sólo nuestra casa, es nuestro hogar, lo que le da una dimensión mucho más profunda.

Sin embargo, nuestra primera casa siempre será un lugar muy especial para nosotros. En ella se fundó nuestro hogar. Al igual que muchas parejas, tras varios años de noviazgo y planes de boda, la búsqueda de nuestra primera casa se convirtió en una prioridad máxima, en el blanco de la diana de nuestra vida de pareja.

Tras varios intentos fallidos, de repente y casi sin darnos tiempo a pensar, en sólo dos días nos vimos dando la entrada para nuestro piso. ¡Y a estrenar! No nos lo podíamos creer.

A partir de ese momento, todo se volvió proyectos: planificar la cocina, elegir los electrodomésticos, pintura de paredes, amueblar las habitaciones, elegir las cortinas y los complementos… Poco a poco iba adquiriendo forma material algo mucho más profundo: nuestro proyecto de vida en común.

Y los primeros diez años de este proyecto transcurrieron en esa casa; en ella iniciamos nuestra vida de casados; en ella aprendimos a llevar una casa para adelante; en ella entraron nuestros hijos recién nacidos; en ella se celebraron Nochebuenas, Días de Navidad, Nocheviejas, Años Nuevos, Reyes Magos, cumpleaños y muchas reuniones de amigos…

Dicen que las cosas materiales no tienen alma pero yo creo que las casas sí que la tienen, tienen el alma de las personas que las habitan. Mi marido solía reírse, cuando al llegar, tras una noche de marcha con los amigos o de un viaje, al abrir la puerta, yo, aspirando fuerte, decía: “¡Qué bien, ya estamos en casa!”. Tal vez sea una tontería, pero yo lo sentía así, como un bebé que reconoce el olor de su madre, ese olor que le da la certeza de encontrarse en el lugar más seguro del mundo y donde mejor puede estar.

Pero la casa se nos quedaba pequeña y tuvimos que buscar otra más grande. Y dimos con ella, y aquí estamos. Es nuestro castillo, nuestra fortaleza, en ella seguimos celebrando de todo, aunque ya hay ausencias que los años y la vida fueron labrando. Como dije al principio, aunque el cambio fue consentido, también fue muy duro, derramé muchas lágrimas en aquellos días: tal vez, por todos los recuerdos vividos entre aquellas paredes; tal vez, por la incógnita de la nueva vida; tal vez por los nervios que acarreó la mudanza, ¡¿cómo pueden salir tantas cosas de los armarios?!

Aunque hubo algo que hizo la transición más fácil: aunque más grande, mi casa actual tiene casi la misma distribución que la primera y los muebles están dispuestos de la misma forma. Así se me hizo más llevadero. El paso definitivo llegó de la mano de dos acontecimientos: el primero, una noche, cuando al volver a casa y abrir la puerta, aspirando fuertemente le dije a mi marido: “Ahora ya sí huele a nuestra casa”; y el segundo, cuando volví a mi otra casa para visitar a la pareja que nos la compró, con motivo del nacimiento de su primer hijo: al entrar en ella no reconocí mi hogar, hasta el olor era diferente y curiosamente… me sentí aliviada.

¡Ah! Esa es otra, la casa nos la compró una pareja muy jovencita y muy ilusionada. Todavía recuerdo cuando les entregué las llaves y les dije: “Espero que seáis muy felices, porque esta casa tiene muy buenas vibraciones” ¡Y vaya si las tenía! Dos meses más tarde, ya estaba ella embarazada de su niño, y dos años más tarde, tenían la parejita. De manera que un día que nos encontramos nos dijeron entre risas: “¡Ya podíais haber dejado menos vibraciones!”.

De nuestro primer hogar guardo muchas fotografías y un vídeo de tal y como era la casa cuando la dejamos, para el recuerdo. En nuestra casa actual no sé cuantos años viviremos, espero que muchos, aunque ronda por ahí el deseo de disfrutar la jubilación más cerquita de la playa, en algo más pequeñito y de acuerdo a nuestras aptitudes físicas para entonces. Mientras tanto, iremos dejando nuestra alma aquí y después, ¡Dios dirá!

sábado, 14 de agosto de 2010

17 rosas amarillas


La primera, por aquel 28 de Noviembre
La segunda, por S.
La tercera, por aquellas clases de Física y Química
La cuarta, por mi permiso de conducir
La quinta, por aquella dedicatoria en mis apuntes de la que seguramente ni te acuerdas
La sexta, por P.
La séptima, por ser mi Pepito Grillo
La octava, por la fotografía que ilustra este post
La novena, por todas tus virtudes
La décima, por nuestro hogar
La undécima, por tupi-tupi
La duodécima, por ser mi soporte informático
La decimotercera, por Doñana en familia
La decimocuarta, por ser mi “personal shopper”
La decimoquinta, por Tenerife para cuatro
La decimosexta, por estar en las buenas,…pero sobre todo, en las malas
La decimoséptima, porque hoy es 14 de Agosto

Por ser mi compañero de viaje, por tantos sueños cumplidos, por tantos sueños por cumplir,… porque siempre estás a mi lado.

Siempre eres tú quién me regala flores, hoy me toca regalártelas a ti. ¡Feliz Aniversario!


viernes, 13 de agosto de 2010

¡Feria!

Ya estamos en feria, la del verano, la feria de agosto, la feria de Málaga. Muchas ferias han pasado desde esta tierna fotografía. Desde entonces, creo que no me he vuelto a vestir de gitana; o tal vez sí, recuerdo un traje rojo, con lunares blancos a la edad de ocho añitos, al que le hice un siete montándome en un carrito de cojinetes de aquellos que hacíamos los niños para deslizarnos cuesta abajo por las calles a la hora de la siesta (hay que ver lo femenina que era, pero ¡y lo bien qué me lo pasaba!)

Aquí tenía dos y el globo hacía más bulto que yo. Mi madre dice que, ya de vuelta a casa, habían desaparecido la flor y el collar. Pero, ¡y lo graciosa que iba! Qué lastima que esa gracia se haya perdido con los años. Y no miento, no tengo ni idea de cómo se baila una malagueña o una sevillana; para bailarlas sería necesario parecerme a la Venus de Milo, porque no sé donde meter los brazos.

Pero a pesar de todo, la feria de Málaga es algo único. De mi infancia guardo recuerdos de los carricoches, del algodón de azúcar, de las bolsitas de chufas, los altramuces y el coco.

De mi juventud, la parte más gamberra. Ya se estrenó la feria de día en el centro, y por la noche, al Real. La inauguración, como no, a lo grande, con fuegos artificiales: todo un espectáculo de luz y…sonido. Y lo de los puntos suspensivos es porque la música sólo se escuchaba por televisión, si los veías en directo, sólo sentías el estruendo, y como te pusieras cerquita, tenías que esquivar las varillas que caían de los cohetes, como aquel año que los vimos en la Malagueta.

Bajar a la feria del centro por lo menos una vez era obligatorio. ¡Cuántas botellitas de Cartojal y platos de jamón y queso han caído! La juerga duraba hasta bien entrada la tarde, y el ambiente no decaía. Había quien pasaba directamente del centro al Real.

Por la noche, como no, al Real. Por el callejón del infierno pasábamos para verlo, no éramos mucho de atracciones, preferíamos gastarnos el presupuesto en las casetas, dónde bailábamos al son de estupendas orquestas que ponían lo mejor de su arte para la fiesta. Alguna actuación especial en la Caseta Municipal, como por ejemplo, el año que actuó Marta Sánchez y luego, de vuelta a casa. O por lo menos, eso intentábamos, ya que no sé que nos ocurría pero al salir siempre pasábamos por delante de la caseta del bingo, y siempre había un menda que nos regalaba cartones, para engancharnos a jugar, nunca nos tocó nada salvo un año que cayó un secador de pelo cutre salchichero, pero el personaje en cuestión no paraba de regalar cartones (juro que nunca compramos un solo cartón). Así que, haciendo mutis por el foro, nos escurríamos para encontrar nuestro coche.

Eso con suerte, porque a la hora de llegada, lo aparcábamos en un llano inmenso semivacío, que inexplicablemente, después aparecía lleno. En los primeros tiempos no se señalizaban los aparcamientos y siempre decíamos al aparcar: “desde aquí se ve el luminoso del Pryca”, pero lo que ocurría horas más tarde era que tu coche había cambiado de color, del polvorín que se levantaba y el susodicho cartel era visible desde cualquier punto de la feria, así que te tirabas media noche buscándolo.

Con la llegada de los niños cambió la cosa; si querías bajar al centro tenías que dejarlos con los abuelos; si los dejabas te daba pena, porque querías pasearlos vestidos de gitano. Total, que terminamos bajando por la tarde, ya con menos bullicio y con el calor más apaciguado, y acabábamos cenando todos juntos, niños y padres, eso sí, hartos de tacones de gitana, sombreros cordobeses y fajines.

La primera incursión de mi hijo mayor al Real de la Feria fue un desastre. Yo no sé lo que se le infundió al niño, que sólo contaba con un añito y medio, al escuchar el escándalo de las atracciones que tuvimos que dejar plantados a la otra pareja que venía con nosotros y nos tuvimos que marchar, para poder calmar al aterrorizado mocoso. ¡Quién lo diría ahora, que fue capaz de montarse en el Huracán Cóndor el año pasado! ¡Nada menos que cien metros de caída libre!

Ahora ya no bajamos al centro, nos da pereza, serán los años; pero sí vamos al Real por la noche, aunque sea una vez. Como los niños ya son grandes y han estado en varios parques temáticos de nuestra geografía, como que pasan de las atracciones, prefieren estar juntos, que es lo que les divierte, y nosotros, los papis, encantados, porque así el gasto se reduce considerablemente. (Je, je, hablando de poco gasto, un año a mis hijos se les antojaron unos peluches de Spyro, el dragoncito del juego de Playstation, de las máquinas esas del gancho, que tiene menos fuerza que un muelle de guita; pues bien, no sabemos que pasó pero con seis euros creo, ¡sacamos seis Spyros para los seis niños que llevábamos! No sabría decir quién se reía más, si los niños, cada uno con su peluche, o nosotros viendo la cara de desesperación del chino; en cuanto nos fuimos le pegó un meneo a los peluches de la urna que los dejó despanzurrados en el fondo.)

Total, esta noche comienza la Feria de Agosto, nuestra Feria. Deseo que todos los que la vivamos la disfrutemos con paz y concordia, con alegría y sin abusos. Que aquellos que montan sus pequeños negocios para estos días que obtengan un beneficio digno, en estos tiempos difíciles que estamos viviendo. Y que todos los malagueños demos ejemplo de acogida a todos los que nos visitan desde otros lugares, para que se sientan como en casa y vuelvan de nuevo. ¡Feliz Feria 2010!

El cartel de este año es obra del artista malagueño José Luis Bola Barrionuevo, es realmente bonito, y refleja la esencia malagueña.

viernes, 6 de agosto de 2010

¿Te falta fe?

Un amigo mío, sacerdote, estuvo durante más de quince años en México, en el estado de Sonora. De allí se trajo un gracioso deje al hablar, mezcla de su andaluz ruteño y del lindo acento mexicano, y muchas historias para contar en nuestras entrañables veladas.

Nos contó que una vez, ocurrieron unas grandes inundaciones y que mucha gente pobre, muy pobre, tuvo que ser rescatada por los servicios de urgencias. Entre estas personas, había una mujer muy anciana, ciega, que fue rescatada de su chabola hecha de cartones, una vivienda pobre, muy pobre, que la tormenta se llevó. Para colmo, la única familia que tenía era un hijo, que le salió borracho. La buena mujer fue rescatada y llevada al hospital. Consiguió sobrevivir poco tiempo, pero durante éste, mi amigo le preguntó: “Doñita, ¿y no tuvo usted miedo?” A lo que ella respondió: “De ninguna manera, ¡si mi Diosito estuvo siempre conmigo!”

(Dedicado a Alicia, que me hizo recordar esta historia con una de sus hermosas perlas.)

El Guardián del Castillo

Creo que estoy algo malita, padezco una “enfermedad” que se denomina Síndrome del Guardián del Castillo. No es una enfermedad grave, el único factor indispensable para contraerla es ser mamá. Eso sí, dura toda la vida, y sólo el tiempo mitiga los síntomas.

Estos son los siguientes: ser siempre la última en acostarse (a no ser que se esté pachucha o se haya tenido un duro día de trabajo), no sin antes haber hecho una revisión general a llaves del gas, cerraduras, ventanas y luces, visita obligada a todo dormitorio con inquilino, con acomodo de sábanas y mantas…y besito incluido. El lote también incluye esa última media horilla, a modo de stand by recapitular, en la que puedes disponer de todo el sofá, y tú y el mando a distancia os convertís en una réplica exacta de Gollum y su famoso Anillo.

Estos días mis hijos se encuentran de campamento, y creo que estoy sufriendo una “crisis”, la prueba: sólo llevan dos noches fuera y, cuando voy a acostarme, por inercia, mi cuerpo se dirige hacia sus dormitorios. ¡Y pensar que todavía me quedan seis noches más! Por no hablar de lo silenciosa que está la casa sin sus peleas: “¡Me ha dicho…!”, “¡me ha hecho…!”. Como se dice aquí en mi tierra, estoy como las tontas.

Y no es que nunca no hayamos separado por las noches, salvo mi segundo parto, alguna intervención quirúrgica, alguna noche en casa de un amigo y, hace años, una boda en Córdoba, a al que sólo fuimos mi marido y yo. Pero esta vez, la ausencia es más prolongada y distante.

Total, que estamos casi como al principio. Otra etapa vital superada. Al principio, éramos dos, después tres y, por último, cuatro. Quedaron atrás embarazos, partos, pañales, guarderías,… ya hemos llegado a la primera Secundaria, y con éxito, gracias a Dios.

Poco a poco, los pajarillos van dejando el nido, y con el tiempo, Dios dirá. Queda mucho (¡espero!) para que cada uno forme su propio nido, y entonces volveremos a ser, otra vez, sólo dos,… y de vez en cuando, seis, ocho, y los que vengan. Mientras tanto, estos eventos serán como una especie de entrenamiento para que llegada la hora, podamos cumplir todas esas veces que hemos dicho: “¡Cuando estemos los dos solos vamos a…!”.

De mientras, muchos sueños en familia se cumplirán, lo sé, porque a testaruda no me gana nadie, sino que le pregunten a mi marido. Y después vendrán más sueños, nuestros y de ellos. Sueños de esos de los que contaba en mi mapa de los recuerdos. ¡Ah! Y aunque mi marido intente parecer el duro y burlarse de mí, sé que está igual que yo.