lunes, 19 de septiembre de 2011

El barrio del caramelo

Vivo en una de las zonas, por lo menos para mí, más bonitas de Málaga; hasta el nombre es bonito: Ciudad Jardín. Incluso las barriadas tienen nombres “campestres”: Las Flores, Parque del Sur, Cortijillo Bazán, Mangas Verdes (antaño, campo de viñas que corrían alineadas ladera abajo), Hacienda Los Montes, Jardín de Málaga, Alegría de la Huerta,…


Situada en la zona norte de Málaga, el visitante es recibido por dos hileras de palmeras que flanquean paralelas la avenida Jacinto Benavente, o como decimos los de aquí, la carretera grande.


Es un barrio joven, nacido en el primer tercio del siglo XX, que nació al margen izquierdo del río Guadalmedina, fruto del desarrollo demográfico de Málaga en distintas épocas. Así tenemos las Casas Baratas, germen inicial del barrio o los bloques de la Sagrada Familia, ambos casos claros ejemplos de iniciativas consistoriales o sindicales, o Las Flores, Parque del Sur y Jardín de Málaga, testigos del boom demográfico de los años 60 y 70, o la “anárquica” Mangas Verdes”, construida sin orden ni concierto en sus primeros años. También están las barriadas nuevas, los bebés de estos últimos quince años: Huerta Alta, Jardín Botánico,…



Edificios destacables, por ejemplo, el Polideportivo de Ciudad Jardín, a mano izquierda entrando a la ciudad. Fue sede del Unicaja hasta que pasó al Martín Carpena. El Polideportivo fue en su tiempo canódromo, tengo vagos recuerdos de las carreras de galgos, amén de fotografías con apenas un año y medio en la explanada que hoy es la Plaza de John Fiztgerald Kennedy. La iglesia de Cristo Rey que siempre pensé que era más antigua y no, fue consagrada en el año 1944. Las torres de la Sagrada Familia, dos enormes bloques de viviendas, pertenecientes a la barriada del mismo nombre, que la presiden rodeadas de los bloques más bajitos. Es como nuestra versión malagueña de las Torres Gemelas. Popularmente se las conoce como las torres de la Unicaja, por la sucursal que hay en uno de sus bajos y por el inmenso luminoso que culmina la azotea de una de ellas. Y el estadio de La Rosaleda, sede del C.D. Málaga, que los días de partido colapsa el tráfico de toda la zona.



La fisonomía humana de mi barrio es, principalmente, de clase media trabajadora, exceptuando salvedades. Además, la mayor parte de los vecinos o sus ascendentes pertenecen a los pueblos adyacentes por la parte norte de Málaga, es decir, Casabermeja, Riogordo y Colmenar. De hecho, a Jardín de Málaga se la conoce con el apodo de “El Lugarcillo”, como extensión urbana de su hermana mayor, El Lugar, o mejor dicho, Casabermeja.



El estilo de vida es, seguramente, como la de cualquier ciudad andaluza. Las horas punta suelen ser las nueve de la mañana y las dos de la tarde, cuando toda la chiquillería y sus madres entran o salen de los colegios, las mañanas bulliciosas en la calle Emilio Thuiller o, lo que es lo mismo, la carretera chica, paralela a la avenida principal, donde el autobús de la línea 2 le gana por goleada al 26, en contrapunto con la tranquilidad de la zona alta del barrio porque eso sí que tiene Ciudad Jardín, exceptuando las calles Emilio Thuiller, Rosario Pino o la avenida Jacinto Benavente, todo lo demás es cuesta arriba o cuesta abajo, según para dónde se vaya. Hay que tener buenas piernas para vivir aquí… o la tarjeta del bus.


Evento semanal destacado es el Rastro de los jueves, que se instala paralelo al lado oeste del Polideportivo, donde se puede adquirir desde fruta hasta un bolso de lo más chic por pocos euros. Es cita obligada del sector femenino, el planning es dejar a los niños en el cole, tomarse el desayuno en el bar y ¡hala! al Rastro.


La vida parece discurrir, a veces, de forma frenética: con las bullas del Mercadona, los atascos por las dobles filas, el corre corre matutino, los deportistas mañaneros haciendo footing, o bien, de forma relajada: los paseos vespertinos de los jubilados y corrillos de señoras de mediana edad, calle arriba y vuelta a casa, para bajar el colesterol, el sosiego entre los bloques, donde todavía se escucha el trino de los pájaros, porque Ciudad Jardín es así, a un salto del centro, al que se puede ir andando y a otro del campo, todavía presente a muy pocos metros.

El skyline de mi barrio es variopinto: grandes torres apuntan al cielo en el Parque del Sur o Jardín de Málaga, mientras bloques de mediana altura pueblan casi el resto del panorama. Un manchón de casas unifamiliares pegadas unas a otras forman una masa compacta que baja por toda la ladera de Mangas Verdes; en la zona nueva, urbanizaciones de bloques perfectamente cuadriculadas o chalecitos adosados al más puro estilo monopoly, pero quizás, lo que más llama la atención son las casi centenarias casas matas que parten desde la calle Rosario Pino hasta el final de la de Emilio Thuiller, a modo de mediana separadora entre la carretera grande y la carretera chica; fueron construidas amparadas por la Ley de Casas Baratas modificada en 1921. La primera de ellas fue entregada a su propietaria por el mismísimo Alfonso XIII, por eso se las conoce como “las casitas del rey”. Son precursoras de los chalets adosados de hoy en día, pero con la diferencia de que no se repite el mismo patrón de forma repetida y las hay de diversas plantas: más grandes o más pequeñas, con un inmenso patio delantero o con uno chiquito, de dos pisos o de uno sólo y todas, creo, tienen sótano. Llevan ahí casi cien años, como origen del barrio. Lo de “baratas”, hoy día, es un decir; tener una casa de éstas, aunque sea la más pequeña, es un capricho solamente comprensible para alguien que sea del barrio. La mayoría has sido reformadas, o completamente rehabilitadas, las hay más bonitas o más feas, con mucho estilo o con poquito. Son testigos de las modas constructivas a lo largo de casi noventa años. No sé si alguna se conserva en su estilo original.


Cuando era niña, solía ir a pasear con mi madre y mi abuela por la acera pegadita a las casas. Mi abuela solía arrancar jazmines de los jardines y se los ponía dentro del escote, como perfume natural. Yo la imitaba y me enfadaba porque no comprendía por qué a mí se me escurrían y caían al suelo por debajo del vestido. Años más tarde, en mis primeros años de casada, al volver del trabajo solía bajarme varias paradas antes para poder caminar un poco, después de estar todo el día sentada, e iba pegadita a las casas, curioseando entre los setos. Me imaginaba como sería la vida de sus moradores. Aquellos patios delanteros, que generalmente, a esas horas, estaban vacíos, pero que delataban algo de la vida de sus dueños: rosales plantados con mimo, columpios que en su tiempo fueron juguete de los niños que ahora ya serían padres, mesas donde se habrían celebrado montones de veladas al fresco,…


Todavía hoy me encandilan cuando paso junto a ellas. Sinceramente, me tienen completamente enamorada. Cualquiera diría que estoy loca, pero tienen el encanto de lo perdurable, de lo que nunca cambia y te transmite seguridad. Yo, que siempre he vivido en piso, y aunque ahora tengo una terracita donde mis macetas alegran mi vista, me volvería loca si pudiera vivir en una de estas casas, aunque fuera pequeñita. Así podría plantar un jazmín que seguramente no se me secaría, o una dama de noche, que dicen que espanta a los mosquitos, y poder disfrutar sus fragancias las noches de verano, sentada en mi patio. O poder instalar una barbacoa, donde asar unos ricos espetos de sardinas de esos que tanto les gustan a mis hijos, sin que el olor posterior sea un engorro. Por supuesto, plantaría una inmensa bouganvilla de color naranja, que diera privacidad a mi casa. Y ¿qué nombre le pondría? Como no, “La Bouganvilla” . Y como canta Pasión Vega: “Los sueños son tan bonitos, soñar no cuesta dinero,…”, así paso mi vida, soñando, que no hace mal a nadie, porque en esta vida nunca hay que perder la capacidad de soñar, que es lo que nos hace seguir luchando con ganas.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Sobre abanicos y otras casualidades

Cuando estudiaba 2º de BUP, mi punto débil eran las Matemáticas, iba todo bien hasta que llegamos a los vectores en el espacio. Aquello de que los puntos se encontraban o no se encontraban en un espacio infinito, acotado en el fondo negro de la pizarra fue superior a mi capacidad deductiva, de tal manera que me quedaron para septiembre.

Hablando de paralelismos y puntos equidistantes, caigo en la cuenta de que, a veces, las personas somos como esos puntos que surcan el espacio, que corren paralelos, o a veces, se cruzan, y la lógica matemática pasa a convertirse en una divertida sucesión de momentos semejantes. Para muestra, dos ejemplos:


Yoli tiene mi misma edad, de hecho, nos llevamos dos meses. Los padres de ambas fueron de los miles de españoles que emigraron a Suiza buscando una vida mejor y, a consecuencia de ello, las dos nacimos allí. Mi familia volvió para España, pero la suya siguió allí. No perdimos el contacto durante años y nuestras vidas corrieron, sin saberlo, paralelas, de tal manera que, el día de mi boda me llevé la inmensa alegría de que vinieron a Málaga para acompañarnos, pero los más gracioso es que ¡ella volvía de su luna de miel con su marido! Cuando nació mi primer hijo, le escribí para darles la noticia y ella tardó en contestarme porque poquito tiempo después venía al mundo Marvin, su primer hijo. Años más tarde vinieron de vacaciones, ya las dos teníamos dos hijos cada una y cuál fue mi sorpresa cuando descubrimos que nuestros hijos pequeños habían nacido el mismo día pero con un año de diferencia. Hace ya bastante tiempo que nos despistamos un poquito, yo cambié de domicilio y perdí su dirección, pero me gustaría saber de su vida de nuevo, porque es de esas amistades que, viéndose tan poco, son especiales.


El otro ejemplo son Paco y Toñi. Toñi es prima de mi marido y yo la considero mía propia. Ambos son de esa gente buena a la que es fácil querer. Paco y Toñi y mi marido y yo nos casamos con un mes, más o menos de diferencia; cuando, los meses previos a los enlaces, nos veíamos, comentábamos como llevábamos el arreglo del piso y demás parafernalia. Poquitos días antes de su boda, cuando fuimos a ver su casa, me dijo: “¿A qué no sabes que regalito voy a repartir en el banquete?”, “¿No serán abanicos?” le contesté yo. La cara de las dos fue un cuadro, habíamos tenido la misma idea, además muy propia para los meses de Julio y Agosto.

Dos años más tarde, ellos tuvieron su primer hijo y fuimos a conocer al recién nacido; además del presente para el bebé llevábamos también la noticia de que un primito venía en camino. Después de pasar la tarde en su casa, de apretujar al bebé, de dar la noticia de nuestro embarazo, cuando ya estábamos de pie para marcharnos caímos en la cuenta de que no les habíamos preguntado por el nombre del niño, al hacerlo nos dijeron: “¡Alejandro!” y no sé por qué… pero me acordé de los abanicos, ¡ese era el nombre de queríamos poner nosotros a nuestro bebe si nacía varón! Por supuesto cambiamos el nombre, pero eso además tiene su historia, que contaré en otro momento. Tres años más tarde, las dos fuimos mamás de nuevo de otros dos varones. ¿Casualidad o destino? La verdad, no lo sé pero la situación me divierte muchísimo.


En definitiva, se me ocurre una nueva teoría matemática por la que las personas somos puntos brillantes en el Universo, que se mueven a su libre albedrío, que nos cruzamos, chocamos o vamos paralelos y que construimos un mundo bastante divertido.