sábado, 27 de marzo de 2010

Tributo


A. era un hombre igual a los de su época, ni mejor ni peor, con sus defectos y sus virtudes, pero para mí, A. era especial, porque era mi padre.

A A. la Guerra Civil le pilló muy chiquito, sin embargo, nunca le oí hablar de ella, pero sí le oí hablar de la necesidad, y del hambre; de cómo cogió una indigestión de higos robados; de cómo trabajaba en el campo, haciendo sonar unos cacharros, a modo de espantapájaros viviente, para que los pájaros no se comieran los cultivos, a cambio de cuatro perras; de cómo mi abuela le cortaba las mangas a sus camisas de invierno para convertirlas en camisas de verano. Y, sin embargo, A. contaba estas historias con alegría.

A. se quedó huérfano de padre pronto, como muchos niños de su tiempo. Y se fue a la capital con su madre y hermanos. Desde muy joven, A. aprendió el oficio de cerrajero, del que llegó a convertirse en un maestro.

Si los niños de hoy sueñan con ser futbolistas, para vivir como ricos, los niños de entonces soñaban con ser toreros, para vivir. A. tenía ese sueño, y, un día, saltó como espontáneo al coso, lo que le valió quince días de arresto en la Aduana Civil y varios paquetes de tabaco para liar, regalados por la afición. Durante años, mi madre tuvo el artículo del periódico local que relataba dicha hazaña. El sueño casi se cumplió, porque A. llegó a ser banderillero, pero la realidad de la vida hizo que los derroteros fuesen otros.

Como muchos españoles de aquellos años, A. tuvo que emigrar; con una maleta y mucha esperanza, se marchó a la aventura y tuvo suerte: su experiencia en su oficio le hizo encontrar pronto trabajo. De aquella época quedaron muchas vivencias, una vieja caja de lata llena de fotos, y yo.

A. era un hombre humilde, sin grandes pretensiones. Con sus pocos estudios, era realmente exquisito en modales, lo mismo entablaba conversación con el más sencillo que con el más refinado. Pero la virtud más grande que tenía era la honradez. A. era lo que se llamaba “un hombre cabal”. Cuando daba su palabra, la mantenía aunque saliera perdiendo. De ese tipo de personas, actualmente quedan pocas. Otras virtudes de A. eran su sentido del respeto hacia los mayores y el sentido de familia.

Durante mi adolescencia y primera juventud, muchas fueron las ocasiones en las que chocamos por nuestras opuestas visiones de la vida. El tiempo fue limando esas asperezas y descubrí que no sólo compartíamos el parecido físico, sino también muchas de esas virtudes, y de esos defectos.

Ahora, que hacen ya casi siete años que no está conmigo, sigue estando muy presente. Le recuerdo sentado en la mesa del comedor, viendo una corrida de toros o una película de vaqueros, con un vasito de vino blanco y un trozo de nuez o de bacalao salado que le duraba toda la tarde, peleando con el malo de la peli. O comiendo cañaíllas, la mar de entretenido con el palillo. Llorando el día de mi boda u observando embelesado a sus nietos.

Por eso, hoy quiero rendirle este sencillo tributo, simplemente por haber sido un hombre bueno.

3 comentarios:

Iris Martinaya dijo...

Que bonito, seguro que A. esta orgulloso de que le recuerdes así, y este donde este, lo estará viendo.

Besitos

Rosa Mª dijo...

Me has hecho recordar a los que ya no estan y no debemos olvidar que ellos nos ayudaron a hacer nuestra propia historia, gracias por conseguir emocionarme.
rosa

Anónimo dijo...

Mientras existan esos recuerdos esa persona,no habrá desaparecido de nosotros.Es una bonita historia de vida,parecida a tantas otras, pero a la vez tan personal y emotiva. Un beso. Mª Angeles(la del Angel)