sábado, 5 de junio de 2010

El mapa de los recuerdos V (Tacto)

El tacto es el sentido más extenso, tanto como la superficie de toda nuestra piel, ya que nuestras manos son sólo una mínima parte de este sentido. Ya desde bebés, está demostrado que somos capaces de reconstruir tridimensionalmente en nuestro cerebro cualquier cosa que chupemos con la boca. He aquí la explicación de por qué un chupete es capaz de calmar el llanto de un niño: asociado a nuestro reflejo de succión, un bebé asocia el chupete a la comida, y sobre todo, a su madre.

Nuestro mapa de los recuerdos se llena de texturas según nuestro carácter: cuánto más extrovertidos somos, más texturas conocemos. Quien es arisco al trato y a los mimos se niega a si mismo muchas experiencias positivas para el cuerpo y para el alma.

Por ejemplo, las cosquillas, aún hoy son capaces de sacar de mi garganta carcajadas dignas de un psicópata de película. Las más “malvadas”, las que provocaba mi padre, o cuando al pedirme un beso, con la barba de dos días, yo le decía: “No, que me pinchas”.

Aquellos jerseys de lana que me hacía mi madre, que picaban un montón y me tenía que poner una camiseta interior.

Hacer churritos de plastilina, sobre la mesa del comedor, con aquel olor tan característico y como luego se quedaba entre las uñas y no había manera de sacarla. O cuando mi abuela hacía sus rosquillos y conseguía que me dejara un poco de masa, masa que nunca llegaba a convertirse en rosquillo, después del tute que yo le daba. O frotar entre las yemas de los dedos el azúcar glass.

Acariciar un cachorrillo de perro o una cría de gato abandonada era lo máximo; lo peor llegaba cuando tu madre no te lo dejaba entrar en casa y nos teníamos que conformar con hacerles una casita dentro de los jardines o tras la tapia del colegio.

Mi padre nos solía llevar a bañarnos al río. Era una auténtica gozada, qué lástima que ya no existan aquellas pozas. Los años y la sequía mermaron el río hasta hacerlo desaparecer. Eran auténticos spas naturales, donde te ponías debajo de las cascadillas para que el agua te masajeara. Cuando salías del agua y te secabas, la piel quedaba muy tirante, con una película blanca y el cabello con un volumen que ya quisieran conseguir hoy espumas y acondicionadores.

También guardo en mi memoria nuestras primeras incursiones a la playa, en plena adolescencia, ya sin la presencia paterna. Nunca jamás volveré a untarme crema Nivea, la del tarro original, y menos con la piel húmeda; se quedaba un pegote que era imposible absorber por mucho que te frotaras. De ella pasamos a la crema de zanahorias, que te dejaba como brillantemente rebozada en azafrán o el aceite solar que, literalmente, te freía y te daba aspecto de culturista.

De mis recuerdos más recientes destaco la piel de mis hijos siendo bebés, especialmente, la zona de la espalda; tocarla con la mejilla es como tocar a Dios.


Besos, abrazos y darte cuenta de que conforme pasan los años, los brazos se abren cada día más y que el bebé dió paso al niño, y el niño al adolescente.

De mi marido, el apretón en el hombro o en la mano cuando me ve preocupada o enfermita. Y es que el paso de los años hace que un gesto valga más que mil palabras.

Y muchos más recuerdos, de los que ahora no me acuerdo, que constatan, modestia aparte, que de arisca tengo poco. Y el intenso deseo de que mis caricias repueblen el mapa de los recuerdos de aquellos a los que más quiero.

1 comentario:

♥Alicia dijo...

Siempre recuerdo la mano de mi padre sosteniendo la mía. Sentía toda la seguridad del mundo.
Me encantó el post amiga Bouganvilla... Extrañaba leerte.
Besotes
♥Alicia