miércoles, 18 de agosto de 2010

El alma de las casas

¿Cuál es el valor de las cosas? ¿El puramente económico? ¿O va más allá? ¿Todo se debe medir por su importe monetario o por el esfuerzo que nos ha costado conseguirlo?

Hace unos días, fue éste el tema de conversación entre amigos, y definiéndose cada uno en una postura, yo aposté por lo último. Todo vino a colación porque en breve hará ya siete años que cambiamos de domicilio. Y lo hicimos de forma voluntaria, consciente e incluso buscada: nuevas necesidades requerían nuevas ubicaciones. Y el cambio, sin duda, fue a mejor ya que nuestra casa no es sólo nuestra casa, es nuestro hogar, lo que le da una dimensión mucho más profunda.

Sin embargo, nuestra primera casa siempre será un lugar muy especial para nosotros. En ella se fundó nuestro hogar. Al igual que muchas parejas, tras varios años de noviazgo y planes de boda, la búsqueda de nuestra primera casa se convirtió en una prioridad máxima, en el blanco de la diana de nuestra vida de pareja.

Tras varios intentos fallidos, de repente y casi sin darnos tiempo a pensar, en sólo dos días nos vimos dando la entrada para nuestro piso. ¡Y a estrenar! No nos lo podíamos creer.

A partir de ese momento, todo se volvió proyectos: planificar la cocina, elegir los electrodomésticos, pintura de paredes, amueblar las habitaciones, elegir las cortinas y los complementos… Poco a poco iba adquiriendo forma material algo mucho más profundo: nuestro proyecto de vida en común.

Y los primeros diez años de este proyecto transcurrieron en esa casa; en ella iniciamos nuestra vida de casados; en ella aprendimos a llevar una casa para adelante; en ella entraron nuestros hijos recién nacidos; en ella se celebraron Nochebuenas, Días de Navidad, Nocheviejas, Años Nuevos, Reyes Magos, cumpleaños y muchas reuniones de amigos…

Dicen que las cosas materiales no tienen alma pero yo creo que las casas sí que la tienen, tienen el alma de las personas que las habitan. Mi marido solía reírse, cuando al llegar, tras una noche de marcha con los amigos o de un viaje, al abrir la puerta, yo, aspirando fuerte, decía: “¡Qué bien, ya estamos en casa!”. Tal vez sea una tontería, pero yo lo sentía así, como un bebé que reconoce el olor de su madre, ese olor que le da la certeza de encontrarse en el lugar más seguro del mundo y donde mejor puede estar.

Pero la casa se nos quedaba pequeña y tuvimos que buscar otra más grande. Y dimos con ella, y aquí estamos. Es nuestro castillo, nuestra fortaleza, en ella seguimos celebrando de todo, aunque ya hay ausencias que los años y la vida fueron labrando. Como dije al principio, aunque el cambio fue consentido, también fue muy duro, derramé muchas lágrimas en aquellos días: tal vez, por todos los recuerdos vividos entre aquellas paredes; tal vez, por la incógnita de la nueva vida; tal vez por los nervios que acarreó la mudanza, ¡¿cómo pueden salir tantas cosas de los armarios?!

Aunque hubo algo que hizo la transición más fácil: aunque más grande, mi casa actual tiene casi la misma distribución que la primera y los muebles están dispuestos de la misma forma. Así se me hizo más llevadero. El paso definitivo llegó de la mano de dos acontecimientos: el primero, una noche, cuando al volver a casa y abrir la puerta, aspirando fuertemente le dije a mi marido: “Ahora ya sí huele a nuestra casa”; y el segundo, cuando volví a mi otra casa para visitar a la pareja que nos la compró, con motivo del nacimiento de su primer hijo: al entrar en ella no reconocí mi hogar, hasta el olor era diferente y curiosamente… me sentí aliviada.

¡Ah! Esa es otra, la casa nos la compró una pareja muy jovencita y muy ilusionada. Todavía recuerdo cuando les entregué las llaves y les dije: “Espero que seáis muy felices, porque esta casa tiene muy buenas vibraciones” ¡Y vaya si las tenía! Dos meses más tarde, ya estaba ella embarazada de su niño, y dos años más tarde, tenían la parejita. De manera que un día que nos encontramos nos dijeron entre risas: “¡Ya podíais haber dejado menos vibraciones!”.

De nuestro primer hogar guardo muchas fotografías y un vídeo de tal y como era la casa cuando la dejamos, para el recuerdo. En nuestra casa actual no sé cuantos años viviremos, espero que muchos, aunque ronda por ahí el deseo de disfrutar la jubilación más cerquita de la playa, en algo más pequeñito y de acuerdo a nuestras aptitudes físicas para entonces. Mientras tanto, iremos dejando nuestra alma aquí y después, ¡Dios dirá!

3 comentarios:

Iris Martinaya dijo...

Que bonito. Y yo fíjate, aún más tonta que tu, porqué alguna vez, he pensado, que pasará en mi casa cuando está vacía, jeje.

Un beso y feliz día

♥Alicia dijo...

Bouganvilla: qué cálida entrada amiga. Huele a ternura. Cuando hay mucho amor en una casa se transforma en Hogar y es eso lo q la hace tan especial para nosotros.
Me encanta cuando te visita la musa inspiradora y escribes tan precioso.
Un abrazo y un besitos para tí.
muuaaacss
♥Alicia

Amatista dijo...

Tenes toda la razon, las casas tienen alma, que me digan lo contrario, y esa alma o espiritu de la casa depende mucho de las personas que la hayan habitado y que la habiten.

Nomas fijence si cuando entran en un lugar, no cambia todo alrededor de ustedes, quizas solo los mas sensibles lo capten bien, pero quien mas quien menos lo siente de diferentes maneras.

Hay casa en donde al entrar sentis presión que se manifiesta en un estres muscular o dolor de cabeza y en cuanto te alejas, quedas libre.

Hay casa donde al entrar respiras aire fresco y parece que te llenas de un algo, que te hace feliz.

Esos son los casos extremos, pero hay casa y casa, y cada una tiene su espiritu XD

Se dice que a la cada hay que mimarla, para ella se porte bien contigo, y ademas así ella misma la casa, te defendera.

Son decires populares, pero para mi son ciertos XD

Saludos me ha gustado mucho esta entrada =)