Sentada en este lindo rincón de mi pequeño jardín, observo embelesada todo lo que me rodea. La tarde empieza a ponerse, el calor ya no es tan intenso y el juego de luces me mantiene entretenida, fantaseando desde mi asiento.
Hace un rato que me senté aquí para leer un poco, pero los sonidos y aromas que me rodean han hecho imposible la tarea, y me he dejado llevar.
El sonido intermitente de los coches es testigo de la vuelta a casa tras una tarde de playa. Retazos de conversaciones, que se acercan y se alejan delatan que el día comienza a refrescar y la noche empieza a cobrar vida. La exuberante bouganvilla hace ya mucho tiempo que se apoderó de la verja, lo que me permite preservar mi intimidad y, al mismo tiempo, convertirme en espía de la vida tras el muro. Resulta singular, porque es distinta a las de las casas colindantes; el color de sus flores no es morado, sino naranja, un capricho consentido. Sus flores llenan todo el muro, y se esparcen bulliciosas sobre la acera.
Inspiro profundamente y cierro los ojos; el mar está cerca, puedo olerlo. También percibo el olor de las brasas, prólogo de otra noche más de ricos espetos, plato autóctono de mi tierra, tan sencillo como complicado, porque hay que tener arte malagueño para saber espetar sardinas.
Abro los ojos; el libro sobre la mesa no consigue conquistarme, una dulce flojera se apodera de mí y paseo mi mirada por el jardín, mi pequeño rincón del paraíso.
Es más bien pequeño, pero en él se han cumplido todos mis deseos. Lleva la esencia de los míos y la mía propia. A la izquierda de la alegre bouganvilla crece un hermoso rosal; ahora no tiene rosas, pero cuando florecen son espectaculares, porque son amarillas. Una pequeña palmera de Java, crece espigada a la derecha de la cancela de hierro. Cuatro brotes nuevos, ahora flexibles, dentro de unos días se convertirán en un tormento si te acercas desprevenido.
Desde la verja a la puerta de la casa, un pequeño camino de losas de barro, con llagas de fino césped, que pretende invadirlas sin éxito. Flanqueando la entrada, bajo la arcada, dos formidables macetones de barro cocido: a un lado, una robusta dama de noche, que empieza a seducir con su perfume de dama distinguida; al otro, un delicado jazmín cuyas tímidas flores pretenden emular a la noble señora, pero sólo la noche les dará permiso para hacerlo.
Delante, en el césped, un laurel y un pequeño naranjo, rodeados por alcorques de ladrillo, hacen de guardianes del castillo. Entre ellos, la bonita mesa redonda de forja, con sobre de mosaico, y sus cuatro sillas a juego, donde me hallo sentada, disfrutando de la vista.
De pronto, una voz - “¡Mami!”- me saca de mi abstracción. ¡Dios mío, pero qué tarde es! Hora de las últimas tareas del día, antes de que Morfeo me acune en sus brazos. Me levanto con pereza y con el deseo de volver a mi pequeño rincón del paraíso.
Pasado y presente, fantasía y realidad, sueños cumplidos y por cumplir se unen en esta metáfora onírica, y se la quiero dedicar a Alicia, que con sus posts fue la musa inspiradora de este relato.